El torbellino abierto por el referéndum del Brexit en 2016 ha polarizado al Reino Unido de una manera inédita desde las discusiones de la Home Rule Act para Irlanda en 1912-1914. La vorágine ha devorado a dos primeros ministros y ha arrinconado a un tercero. Pero detrás del melodrama de declaraciones, votaciones y decisiones judiciales circulan fuerzas telúricas que revelan mucho sobre el riesgo de desglobalización que nos amenaza y que contaría en España a una de sus víctimas más afectadas.

La integración del Reino Unido en el proyecto europeo fue un matrimonio de conveniencia, no de amor. Los mercados tradicionales de exportación británicos en la Commonwealth e Iberoamérica languidecían en los años cincuenta y sesenta. Ello y el resurgir económico de Francia y, sobre todo, de Alemania llevó a una mayoría de la élite político-financiera del Reino Unido a la conclusión de que el futuro pasaba por Bruselas. De ahí que fuera el partido conservador el que, en 1973, llevase al Reino Unido a la entonces Comunidad Económica Europea (CEE). Aun así, un porcentaje alto de la población no compartía este análisis. Desde la derecha, políticos como Enoch Powell desconfiaban del proyecto político europeo. Desde la izquierda, el ala más radical del partido laborista (en la que estaba el hoy líder Jeremy Corbyn) veía en la CEE un club capitalista que amenazaba los logros sociales británicos de la posguerra. Para acallar esa división interna en su propio partido, Harold Wilson, por entonces primer ministro laborista, renegoció el acuerdo de pertenencia del Reino Unido y sometió el resultado a un referéndum en 1975 en el que consiguió dos tercios del voto a favor de su propuesta.

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